Tanto el fracaso como el éxito escolar generan y producen consecuencias de alta
intensidad para quienes los viven. Estas abarcan un variado espectro y entre ellas
podemos distinguir las facetas psicológicas, emocionales, de valoración social e,
incluso, legales, como es la posibilidad de acceso a nuevos tramos educativos. El
fracaso escolar resulta ser una lacra que enturbia el ejercicio del derecho a la
Educación, recogido en numerosas declaraciones sobre los derechos humanos y
en las propias leyes, incluida la Constitución Española. Analizar el fracaso escolar
supone abrir las entrañas del sistema educativo, pues permite cuestionar el
proyecto social de educación para todos (Gimeno, 2013).
El fracaso escolar es la negación de acceso al alumno hacia el bien que pueda
suponer la educación impartida en los centros (Gimeno, 2012). De algún modo,
opina este autor, el fracaso se encuentra vinculado con el discurso de la calidad del
sistema educativo, sobreentendiendo que los buenos resultados y la disminución
del fracaso son ingredientes que definen dicha calidad. Por ello, se están llevando
a cabo numerosas iniciativas en todo el mundo con el objetivo de elevar la calidad
del ejercicio de la educación. El reto principal de la administración educativa
consiste en luchar contra la discriminación que supone la existencia de altas tasas
de fracaso escolar. Detallaré algunas de estas iniciativas, adelantando que todas tienen en común la necesidad de incorporar a esta labor a las familias de los
alumnos, de abrir las escuelas y las aulas a la colaboración e implicación de los
padres y madres.
Tanto en el medio social como en la cultura escolar la clasificación de los individuos se realiza de modo continuo y permanente. Ello es consecuencia de la
lógica de la competitividad, que distribuye a la población, en cualquier
circunstancia que se trate, en poderosos y débiles, exitosos y fracasados,
influyentes o prescindibles. De ese modo, nos parece razonable clasificar a los
miembros de cualquier grupo y valorarlos en la posición adjudicada. Una de las
funciones asumidas por la institución escolar en la era industrial, en el siglo XIX, era
precisamente la de seleccionar y formar a las élites dirigentes. La escuela nació
como una institución unitaria y uniformadora y lo sigue siendo (Fernández
Enguita, Mena y Riviere, 2010).
En el contexto escolar una de las clasificaciones recurrentes es la de buenos y
malos alumnos (Marchesi, 2004), aceptándose que en las aulas se da una
variabilidad y distribución grupal semejante a la que muestra la representación de
la campana de Gauss. Es decir, hay muy pocos alumnos brillantes, el grueso del
grupo será de rendimiento mediano y, por último, en el pelotón de cola se
encontrarán los más rezagados y con más bajas calificaciones. Y este hecho se
percibe como normal e inevitable. El profesorado se encuentra muy identificado
con la tarea de detectar y seleccionar a los alumnos con más posibilidades de
proseguir estudios universitarios y muestra resignación ante el hecho de que
muchos de los restantes escolares no alcanzarán un desarrollo satisfactorio
(Álvarez Méndez, 2012).
Esto nos induce a cuestionar la evaluación con funciones selectivas y clasificadoras
en educación, principalmente durante el periodo de escolarización obligatoria
(Sabirón, 2002). De ese modo, al objetivo primigenio de la evaluación como
vigilancia del progreso que hace el alumno en su conocimiento y en su
comprensión de sí mismo y de su entorno se le opone el objetivo externo de la
clasificación con una intención más socioeconómica que estrictamente educativa
(Carr, 2005). En la actualidad, opina este autor, se está dando un lugar preferente a
la evaluación sumativa y externa en el contexto de los debates públicos,
profesionales y políticos al tratar sobre la calidad del sistema educativo.
Es preciso, pues, distinguir entre el concepto de evaluación propiamente
educativa y algunos otros relacionados como examen, clasificación y prueba cuyos objetivos se orientan hacia la comparación y la selección. Hoy en día cada
vez se realizan un mayor número de exámenes y evaluaciones externas y
estandarizadas, que dan motivo a sucesivos informes con los que,
convenientemente aireados en los medios de comunicación, se pretende manejar
y orientar el devenir del hecho educativo, ocasionando una perversión de la propia
enseñanza que tiende a convertirse en enseñanza para los exámenes (Álvarez
Méndez, 2000).
De algún modo, esto es lo que ocurre con las pruebas PISA de la OCDE, que se
aplican cada tres años a unas muestras de alumnos de 15 años. Es realmente difícil
asumir que lo que se mide con estas pruebas sobre las materias escolares de
Lengua, Matemáticas y Ciencias es la calidad de nuestra Educación (Fernández
Sierra, 2002). De ese modo, opina Gimeno (2012), a través de estas pruebas e
informes se está sobredimensionando la obsesión por la eficacia mensurable, al
tiempo que el pensamiento que especula, critica y desvela va perdiendo
credibilidad. Las administraciones y las agencias que realizan las evaluaciones
externas se presentan como instituciones expertas, que con sus diagnósticos
pretenden orientar la mejora de la enseñanza, controlando y regulando los
cambios, desconfiando de la práctica de los profesores; sin embargo,
generalmente estos informes tienen poca capacidad para intervenir en la
renovación de la práctica (Gimeno, 2013), pues no llegan a dinamizar a los
principales actores del hecho educativo, esto es, a los profesores, los alumnos y los
padres.
La evaluación y la educación se encuentran pues sometidas a un dilema: se trata,
por una parte, de que la educación, de acuerdo con los informes internacionales y
evaluaciones externas, invierta en capital humano, como respuesta a las demandas
del sistema económico y productivo o, en sentido diferente, la educación se
oriente a la formación inicial y permanente de sus ciudadanos, buscando su
desarrollo integral, como realización de un derecho humano (Sabirón, 2002;
Álvarez Méndez, 2012). Así, es una tendencia en boga la que defiende que la
educación debe enfocarse al mercado laboral, como asume la actual ley de
Educación vigente en España (LOMCE, 2013) al señalar el objetivo de la
competitividad económica, reduciendo los fines educativos a rendimientos
observables, como denomina Gimeno (2013) a este tipo de objetivos.
La buena evaluación ha de ser formativa y educativa y, más que la medida y la
predicción, lo que debiera preocupar es la descripción e interpretación de lo que
se está evaluando, teniendo en cuenta las influencias a que está sometido lo que se evalúa, según las distintas situaciones escolares y personales (Álvarez Méndez,
2000). Así, defiende este autor, no se puede dedicar tanto esfuerzo y tiempo a
tareas delegadas de justificación externa, que acaban con mucha frecuencia
ocultando el valor primario que debe preocupar y ocupar al docente en el
desarrollo de su relación educativa con los alumnos.
Por el contrario, la verdadera evaluación educativa es la que sirve para diagnosticar
cuanto antes los problemas y para mantener alerta al profesorado ante las
dificultades que tiene cada estudiante (Álvarez Méndez, 2005), en especial las de
aquellos que pertenecen a colectivos sociales en situaciones de riesgo o a
minorías que sufren toda clase de marginaciones (Torres Santomé, 2011),
convirtiéndose en estrategia preventiva que permite orientar la superación en los
procesos de desarrollo personal. Lo que interesa conocer, a través de la evaluación,
es si cada alumno está construyendo las capacidades y competencias humanas
que le faciliten adquirir una posición más autónoma.
La evaluación educativa debe concebirse como un proceso de autoconocimiento
del propio aprendiz, que le permita identificar el grado de desarrollo de los
diferentes componentes que constituyen sus cualidades y recursos para
comprender, tomar decisiones y actuar en el mundo contemporáneo en que le ha
tocado vivir (Pérez Gómez, 2012). Evaluar para aprender, argumenta este autor, es
la clave del cambio de una escuela convencional a una escuela educativa. El salto
cualitativo, respecto al sentido educativo de la evaluación, se concreta en el paso
de una evaluación de los aprendizajes a una evaluación para los aprendizajes. O,
dicho de otra manera, la evaluación debe concebirse como una herramienta y una
ocasión para el aprendizaje.
Sin embargo, nos encontramos con que en las escuelas se evalúa poco y se
examina mucho (Álvarez Méndez, 2012), tergiversando el propio concepto de la
evaluación y su sentido más humano y enriquecedor. Lo importante en educación
es la comprensión, el pensamiento crítico, la toma de postura personal y la
aplicación del conocimiento; pero en la práctica diaria el alumno ha aprendido
que eso en la escolaridad no sube puntos, no te asegura el éxito. Ha aprendido
que lo que cuenta es la repetición, la fidelidad al texto y la superación de las
pruebas de control. Así, concluye Álvarez Méndez (2012), en la escuela debería
haber más evaluación y menos control. En el mismo sentido se manifiesta Pérez
Gómez (2012), cuando defiende que en la Educación Obligatoria es necesario
fomentar la evaluación formativa y reducir e incluso erradicar la calificación.
Muchos alumnos tienen la percepción de que los profesores sólo prestan atención
a los mejores alumnos y, respecto al resto, reducen el seguimiento principalmente
al control de la asistencia y disciplina y se olvidan del aprendizaje (Fernández
Enguita, Mena y Riviere, 2010). Estos mismos autores, hablando del vínculo en la
relación profesor-alumnos en Enseñanza Secundaria, concluyen que los profesores
de instituto sólo hacen caso a los que tienen buenos resultados y de los demás
únicamente les preocupa el hecho de que no molesten. Sin embargo, esta visión
de la educación selectiva y segregadora no se compadece con el ejercicio de la
Educación como un derecho del ser humano, que ha de concentrarse en ayudar a
cada individuo a construir su propio proyecto personal, social y profesional; a
transitar su propio camino desde la información al conocimiento y desde el
conocimiento a la sabiduría (Pérez Gómez, 2012).
La finalidad de la Educación, continúa este mismo autor, no puede agotarse en la
enseñanza y el aprendizaje de los contenidos disciplinares establecidos en las
distintas áreas curriculares, sino que debe ayudar al desarrollo de las capacidades,
competencias o cualidades humanas fundamentales que requiere el ciudadano
contemporáneo para vivir de manera satisfactoria. O, lejos de la práctica habitual
de la enseñanza tradicional y libresca de contenidos fijados en los textos escolares,
“educar es preparar a niñas, niños y adolescentes para llegar a ser personas
autónomas, capaces de tomar decisiones y de elaborar juicios razonados y
razonables, tanto de su conducta como sobre la de las demás personas; de
dialogar y cooperar en la resolución de problemas y en propuestas de solución
encaminadas a construir una sociedad más justa” (Torres Santomé, 2011: 206).
Fracaso y éxito escolar son dos situaciones sociales complejas, que conviene
deslindar y matizar desde el primer momento.
La familia y el desarrollo educativo
de los hijos: una mirada sistémica
Tesis Doctoral
Autor: Jose Mª Gallego Martín
Directora: Dra. Mª Dolores García Campos
Universidad de Alcalá
Departamento de Ciencias de la Educación
Aprende de este y otros temas interesantes en el Diplomado en Psicología Educativa